[Artículo] ¿Más paciencia?, de Benito Pérez Galdós

La vida española, congestiva en las ciudades, anémica en el campo, necesita ponderación y equilibrio, reparto fisiológico de toda su savia y de todo su calor. Sólo así podrá formarse una nación robusta y saluable, capaz de afrontar el estudio y aun la solución de los ingentes problemas que el malestar humano ha planteado en este siglo. La labor de la tierra, fundamento de los bienes que de la Naturaleza hemos de obtener, clave de la riqueza privada y pública, nos ofrece sus elementos repartidos sin proporción entre el campo y las ciudades: en éstas viven las enseñanzas agrícolas, el conocimiento técnico de máquinas y métodos de cultivo, la burocracia que regula y á veces enmaraña las relaciones entre el Estado y los labradores; en el campo encontramos la fuerza elemental, la rutina, la ignorancia, luchando en desigual contienda con los obstáculos naturales, á los que se agregan las maldades del caciquismo y de la usura. Gigantes son los que así luchan en plena atmósfera de barbarie. ¡Heróico martirio que merece glorificación!

Los frutos de la tierra, de esa madraza que no acaba nunca de amamantar al hombre, se distribuyen también sin ninguna equidad. Á las ciudades vienen las saneadas rentas que permiten al terrateniente urbanizado gustar todos los beneficios de la civilización y los innumerables placeres de la vida social, los progresos de la ciencia, los encantos del arte y los mil entretenimientos frívolos, caprichosos, que trae consigo la cultura opulenta. En el campo se queda el trabajo penoso, abrumador, y con él la miseria, el hambre y la desnudez, la ignorancia, que algunos llaman barbarie faltando al respeto que merecen las clases inferiores de la Nación, las cuales, por ser alma y sangre nuestra’, tienen derecho, por lo menos, á que las saquemos de ese estado anfibio, medianero entre animales y personas.

De aquel ascetismo que nos vienen predicando como ideal de vida desde el siglo XVI, la España de las ciudades no ha tomado para sí más que algunos formulismos sermonarios, sin valor en la vida real, y abandonando al polvo de las bibliotecas la literatura mazacote en que se nos predicaba un sistema de vida que más bien lo es de muerte, ha relegado á la sociedad campesina el verdadero y efectivo ascetismo, condenándola á pobreza desesperante y á la privación de todos los goces. El español civilizado ó urbanizado no quiere que le hablen de tal ascetismo. Cuando más, lo considera como un bromazo que el llamado siglo de oro quiere dar á estos nuevos siglos, forjados de materias menos preciosas; pero lo aplica cruelmente al pobre español rural, dejándole sólo en la esclavitud de la tierra, en la faena dura que empieza cuando acaba, como los castigos del infierno pagano. Y

Sara que el rural no desmaye, su hermano e las ciudades no cesa de recomendarle con hipócrita unción la práctica sistemática de las virtudes cristianas, genuinamente españolas: la paciencia y la sobriedad.

¡Paciencia, sobriedad! Pero ¿hasta cuándo, señores…? ¿No bastan cuatro siglos de virtudes, aunque éstas, por culpa de los super-hispanos, sean desconsoladora mezcolanza de santidad y salvajismo? El régimen español de vivir mal en la Tierra por querencias del Cielo, se sostiene y preconiza en el campo como ley religiosa y social, mientras que en las ciudades se le sustituye por el buen vivir y el gusto creciente de las comodidades. Los infra-hispanos, tristes, agobiados, vuelven sus ojos á los que participamos en mayor ó menor grado del humano bienestar, -y nos dicen:—Caballeros: ya, de tanto ascetismo, hemos ganado el cielo de la razón y de la verdad. Muy santa y muy buena es la paciencia que por encargo vuestro, y como remuneración de estas tareas, hemos almacenado en nuestras almas; pero el tesoro va mermando de día en día, y no está lejano el de su total acabamiento. Si queréis para la vida española un florecimiento integral, espléndido, reconoced en nuestra obra el más noble de los oficios, fundamento de todo bienestar y primer impulso de las fuerzas nacionales. No veáis en el cultivo de la tierra un castigo, ni en nosotros la condición de galeotes irredimibles. Sed justos, siquiera benignos, en el goce de los frutos que anualmente sacamos de la tierra. Que los fueros de la obra dura, incansable, no sean inferiores á los de la propiedad descansada. No pongáis entre las ciudades y el campo distancia ideal tan grande que parezcan regiones de distintos planetas. Aproximad, por la recíproca simpatía y por la constante atención, lo que hoy está distante por causa de nuestra rudeza y de vuestro aoscnteísmo. Seamos nosotros un poco civilizados y vosotros un poco campesinos. Venid acá y traednos toda la ciencia que en libros ó en viajes aprendisteis, y enseñadnos lo que ignoramos, rompiendo con paciente educación la corteza de nuestra rutina. Traed al campo á vuestros hijos, para curarlos de las caquexias hereditarias y del raquitismo contraído en las ciudades, y llevad á los nuestros allá para educarlos á la moderna. Y á nosotros, que por culpa vuestra conservamos las inteligencias endurecidas, enseñadnos á leer y escribir, aunque sea menester abrir á golpes las puertas y ventanas de nuestros cerrados entendimientos. Igualadnos á vosotros todo lo posible. Pasad la piedra pómez por las asperezas de nuestra barbarie; pasadla también por vuestra petulancia y vuestro orgullo, fundado en un poquito de saber y en otro poquito de empacho de tantos goces y divertimientos. Transformad el campo, dándole amenidad, frescura, placidez virgiliana; hacedlo habitable por la seguridad y accesible por las comunicaciones. Si estas voces que al super-hispano dirige el infra-hispano fuesen desoídas ó menospreciadas, y siguiérais negándonos la educación y aplicando á nuestra miseria las seculares recetas de paciencia y sobriedad, tened en cuenta que así como evolucionan las ideas y los intereses en la eterna rotación de la voluntad humana, evolucionan también las virtudes, y sin quererlo ni pensarlo, nuestras almas se desnudarán de la mansedumbre para vestirse de la severidad; abominaremos del sufrimiento, y ambiciosos de la dicha humana correremos á buscarla y adquirirla allí donde se encuentre. ¿No queréis traernos al campo los beneficios de las ciudades? Pues nosotros llevaremos á las ciudades las inclemencias de estos yermos, representadas en la tempestad de nuestros corazones, ansiosos de justicia. Inteligencias incultas y manos bárbaras os devolverán la lección ascética: contra paciencia, acción; contra miseria, bienestar.

Madrid, Enero de 1904.

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